El oro del Rin
El agua transparenta el brillo de las joyas
que bullen en el fondo
del hontanar profundo.
El sol teje una capa
de escamas refulgentes
en la sólida espalda del dragón.
Todo era plenitud y poderío.
Y con tal embeleso
remiraba la bestia su tesoro,
que no podía tocarlo.
La espada de Sigfrido
acabó con su vida
antes de que pudiera
gastar un solo céntimo.
Tampoco el héroe quiso apoderarse
de aquellos oropeles,
sino probar lo amargo de la sangre
que salía a borbotones
de su enemigo muerto.
Por ella adquirió el don
de entender el lenguaje de los pájaros.
Dentro del manantial enrojecido,
se zambulló después,
y notó que un indómito ardor le circulaba
por la carne y los huesos.
Cuando el abejaruco le anunció con sus trinos
que la hora de su muerte estaba cerca,
no le hizo mucho caso:
nadie podría ya herirle, era inmortal.
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