En el desierto familiar estaba,
atada a tu cadáver, como siempre.
Mi espalda no podía
soportar más su peso
ni mi frente el calor,
así que te enterré, no sin trabajo.
Lo peor es que tu mano quedó fuera,
como la de don Mendo.
Se movía, me hacía señas.
No pude resistirme y la cogí.
Otros doscientos años
me tuve que pasar allí sentada
mirando al infinito.
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